Ana G

‘Mi nombre es Ana G. y soy adoptada’. Así me he definido siempre porque he sentido que la adopción ha condicionado mi vida. Me siento adoptada.

Nací en Marbella y, mi madre y padre adoptivos, me adoptaron porque no podían tener hijos biológicos. Ana y Paco eran mayores cuando me adoptaron, pues tenían ya 50 años.

Me adoptaron bien chiquita. Yo tenía tres días cuando me recogieron del hospital.

Mis padres me contaron que ellos llevaban esperando bebes muchos años. Habían solicitado la adopción en muchas comunidades autónomas, pero esto nunca llegaba. Los más allegados a mis padres sabían de la necesidad, sobre todo de mi mamá, de ser madre; pues lo deseaba con todas sus fuerzas. Y un buen día, una vecina le contó a mi madre que conocía a una señora que vivía muy cerca de ella, que estaba embarazada y no quería quedarse con ese bebe. Concertaron una cita, se conocieron y decidieron que cuando yo naciera, mi madre adoptiva vendría por mí al hospital.

Mientras tanto mis padres adoptivos buscaron un abogado, que los orientó en el proceso y realizaron una adopción legal. En mi partida de nacimiento así lo dice.

Yo sé muy poco del embarazo de mi madre biológica y de esos tres escasos días que estuve con ella, porque aun habiéndola conocido, ella no quiere contarme nada de su vida, ni de cómo fue para ella el proceso, ni nada relativo a su pasado.

La verdad es que este hecho me ha turbado durante mucho tiempo. A través de ella buscaba saber mis orígenes, conocer mi árbol genealógico. Era la llave que anhelé durante toda mi vida para poder completarme, o eso sentí desde bien chiquita. Pero tocó aceptarlo, y trabajar en terapia todo lo que puedo.

Hice mi búsqueda de orígenes cuando mi padre adoptivo ya había fallecido y cuando mi madre adoptiva tenía Alzheimer. Pues antes, sentía como si los traicionara. Sentía culpa si los buscaba.

Durante toda mi vida quise saber. Recuerdo desde bien pequeña ponerme delante de un espejo y preguntarme: ‘¿Quién soy? ¿A quién me parezco?’. Siempre he crecido con esa sensación de vacío, de no pertenecer a ninguna familia, con mucho dolor.

Primero, cuando tenía seis añitos, mis padres adoptivos me contaron que mi mamá había fallecido y que me sacaron de su barriga y me entregaron a ellos. Supongo que siguiendo los dictámenes del abogado, pues en la época se recomendaba no decir nada.

Me siento agradecida de que me contaran que era adoptada y de que jamás me mintieran sobre el hecho en sí. Ya cuando fui adolescente me contaron otra parte de la historia. La situación económica y de salud de mi madre biológica fue lo que la llevó a darme en adopción. Y de mi padre biológico no sabían nada. Sí me contaron que tenía un hermano, y que él se quedó con ella.

Esto no era del todo cierto, pero ellos no tenían recursos emocionales para sostener la verdad. El miedo a que yo sufriera y sus propias historias de vida, les impedían ahondar más.

Un día, un hermano biológico mío llamó a mi casa, pues se había enterado de que tenía una hermana y quería conocerme. Mis padres me contaron y me “permitieron” tener contacto. Pero mi madre siempre tenía miedo y tristeza, y como consecuencia yo no sentía realmente libertad para relacionarme con él ni con mi familia biológica. De hecho, me sentía culpable si comenzaba a tener una relación con ellos. No quería hacerle daño a mis padres, sobre todo a mi madre. Tenía una sensación de que los traicionaba. Entonces, a mi hermano biológico lo vi una sola vez, y me negué a ver a mi madre y al resto de mi familia biológica. Con solo 18 años, no me sentía preparada. Años después hemos retomado el contacto, y he conocido a mi madre, pero la relación no tiene fluidez ni consistencia.

Para mí, crecer siendo una hija adoptiva y en el contexto que había en España hace 42 años, que es algo que no se puede olvidar, ha sido como crecer entre dos mundos pero sin tener raíces en ninguno de ellos.

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Ana G.

Mi infancia está llena de preguntas. En mi casa solo se habló de mi adopción una vez, cuando yo tenía aproximadamente 6 años. No se volvió a hablar del tema hasta mi adolescencia, que yo estallé un día y saqué el tema, y de igual modo, solo se abordó el tema esa vez. Es decir, solo se habló de mi adopción dos veces en toda mi vida. Y mi vida estaba llena de preguntas. La que más me he repetido siempre es: ‘¿Por qué? ¿Qué la llevo a ello?’.

Durante mucho tiempo he vivido con un sentimiento de inferioridad enorme. Durante mucho tiempo he vivido con la sensación de no ser suficientemente buena para nadie, ni para mi familia biológica ni para la adoptiva (porque no pude ser hija biológica de ellos). Puede parecer absurdo, pero esta fue mi creencia y mi sentir durante muchos años.

La adopción ha condicionado todas mis relaciones. Hasta hace tres años, que no había encontrado todavía una psicóloga experta en trauma y adopción, nunca había abordado este tema con consciencia.

He crecido queriendo ser perfecta en todo para que todos me quisieran, pagando un precio muy alto para ello. Perfecta estudiante, la mejor hija del mundo, complaciendo a todos, sin saber poner límites a los demás, obsesionada con mi aspecto, y un largo etcétera que no cabe aquí.

Ha sido difícil sí. Ni mis padres ni yo estuvimos acompañados de psicólogos especializados que nos dijeran a los tres que el amor no es suficiente a veces. Nadie nos dijo que yo podía llegar a sentir mucho miedo, miedo al abandono constante, y que ellos debían ponerle nombre y acompañarme.

Pero a pesar de tanta niebla, también ha habido sol, pues he tenido una madre amorosa que ha podido reparar mucho del miedo y del constante estado de alerta que mi sistema nervioso siente. Y he tenido un padre que, a pesar de sus ausencias emocionales, también me ha dado mucho amor, amor del que repara.

Así que he tenido una vida funcional, con muchas sombras y muchas luces. Y todas me hacen ser la persona que soy. Aunque a veces me gustaría que esto no hubiese pasado así, sobre todo cuando hay días que vuelvo a caer en la niebla. Pero también sé que la terapia EMDR (para tratar traumas) me está permitiendo que ya vea la niebla venir y que sepa salir sola de ella.

A modo de conclusión, quiero acabar expresando lo que para mí es la adopción. La adopción es un derecho de todos los niños y las niñas a tener una familia que los sostenga, que los acompañe, que los valide y que los quiera incondicionalmente por lo que son: niños. Todos tenemos derecho a que haya alguien para nosotros ahí, al otro lado. Queremos pertenecer y sentirnos vistos, para poder ser queridos, y entonces sentirnos merecedores de amor.

Puede ser difícil adoptar, pero hoy hay muchos recursos y profesionales de la salud mental que pueden preparar y dar soporte. Estoy segura de que muchas de las cosas que me han sucedido a mí, se pueden evitar con este acompañamiento. Que el miedo no frene a nadie a hacerlo, porque el sol siempre puede llevarse a la niebla.

Ana tiene 41 años. Es una persona muy sensible pero muy fuerte, que está aprendiendo a confiar en sí misma y a transformar su miedo en confianza y seguridad. Le gusta la vida y vivir es, para ella, el mejor regalo que tenemos.

*El grupo La Voz del Hijo en Facebook es un grupo cerrado exclusivamente para quienes son hijos adoptivos.